21 abril 2011

¿QUÉ DEJARÁS TÚ EN LA CRUZ?

Ahora, el cerro se ha aquietado. No en calma, pero aquietado. Por primera vez en todo el día no se escucha un ruido. Los gritos empezaron a ceder cuando la oscuridad, esa sorprendente oscuridad del mediodía, cayó sobre la tierra. Como el agua que apaga el fuego, las sombras apagaron la irrisión. No más burlas. No más bromas. No más bufonadas. Y, poco a poco, no más mofas. Uno a uno los espectadores empezaron a descender. Es decir, todos los espectadores menos tú y yo. Nosotros no nos fuimos. Vinimos a aprender. Por eso permanecimos en la semioscuridad y escuchamos. Oímos a los soldados maldiciendo, a los que pasaban haciendo preguntas y a las mujeres llorando. Pero más que nada, oímos al trío de moribundos quejándose. Quejidos broncos, guturales, pidiendo agua. Se quejaban con cada movimiento de cabeza o con cada cambio de posición de las piernas. Pero a medida que los minutos se fueron convirtiendo en horas, los quejidos fueron disminuyendo. Parecía que los tres habían muerto. De no ser por su respirar entrecortado, cualquiera hubiera pensado que en efecto ya no vivían. Y entonces, Él gritó. Como si alguien lo hubiera halado del pelo, la parte posterior de su cabeza dio contra el letrero que tenía escrito su nombre, y gritó. Como un cuchillo corta la cortina, su grito cortó la oscuridad. Estirado tanto como se lo permitían los clavos, gritó como cuando alguien llama a sus amigos que se han ido: «¡Eloi!» Su voz sonaba áspera, chirriante. La llama de una antorcha danzaba en sus ojos que permanecían abiertos. «¡Dios mío!» Haciendo caso omiso de la corriente de dolor que cual volcán en erupción surgía de él, se estiró hacia arriba hasta que sus hombros estuvieron a mayor altura que sus manos clavadas. «¿Por qué me has abandonado?» Los soldados miraron con asombro. Las mujeres dejaron de lamentarse. Uno de los fariseos dijo, sarcásticamente: «¡Está llamando a Elías!» Nadie se rió. Había hecho una pregunta a los cielos, y era de esperar que el cielo le diera una respuesta. Y aparentemente se la dio. Porque la expresión de Jesús se suavizó. Y la tarde cayó mientras él decía las que habrían de ser sus últimas palabras: «Todo ha terminado. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»...

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